sábado, 28 de noviembre de 2015

Lo odio.

Estoy vomitando encima de un folio
y sé que para nada es lo más ético.
Ni correcto.
Ni coherente.
Las palabras se me presentan etéreas
y me bailan en el paladar
con tacones de espinas
mirándome lascivas
anunciando otra noche de tempestades.
Me he rendido ante la literatura,
y me encanta.
Pero no ha sido recíproco,
y lo odio.


Escupo indiferencia ante la poesía
que no puede volver a ser lo que era
porque nunca antes ha sido como tal.
O al revés.
Me ofrece su mano amable
cubierta de escarcha
y la rechazo
como si algo dentro de mí
me avisase de su naturaleza rapaz,
como girasol ante luz provocada,
como amante ante beso ajeno,
y caigo en la cuenta.
Yo solo soy carroña,
y lo odio.
Pero no sucumbo ante la ferocidad de todos esos necrófagos,
y me encanta.


Qué aburrida es la vida
pero cuánto más lo sería sin amor.
Se nos corrompió de tanto usarlo,
que no hacerlo,
y los fragmentos angulados se desplazan ágiles,
con movimientos serpenteantes
colándose por las cuencas vacías
de cadáveres putrefactos
e instalándose en el estómago
evocando la sensación de aleteo
de vulgares insectos lepidópteros
Estoy volviendo a recordar,
y me encanta,
pero no tengo ningún pretexto para seguir haciéndolo
y lo odio.


Estoy escribiendo más por inercia que necesidad,
y me encanta,
pero no sé cuánto más
podrán aguantar estas manos cansadas
de estar cansadas,
y lo odio.

Lo odio.